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La pericia en abuso sexual infantil: la importancia de la formación especializada

  • Foto del escritor: Susana Díaz
    Susana Díaz
  • 9 dic
  • 7 Min. de lectura
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En psicología forense, muchos peritos dan por sentado que tener formación en credibilidad del testimonio es suficiente para evaluar casos de abuso sexual infantil. Sin embargo, esta confianza es engañosamente superficial. Un perito con esa formación, pero sin conocimiento profundo de ASI, no podría reconocer comportamientos típicos de un niño víctima, como retraerse ante preguntas directas, mostrar miedo a determinados adultos sin razón aparente, o inventar explicaciones para encubrir el abuso. Tampoco sabría distinguir entre conductas de normalización del trauma o manipulación intencional, ni interpretar correctamente síntomas como disociación, regresión, pesadillas recurrentes o problemas de apego. En muchos casos, se enfrentaría a retracciones del menor o cambios de versión, frecuentes en víctimas de abuso intrafamiliar, y los malinterpretaría como signos de mentira, sin comprender el contexto y los factores que guían la conducta, o que la memoria traumática no funciona como la memoria cotidiana.


El hecho de que un profesional se especialice en la credibilidad del testimonio y le otorgue a esto un peso desproporcionado, sin cuestionarse siquiera si debe formarse en abuso sexual infantil, ya indica la presencia de un sesgo importante. Al centrarse primero en cómo evaluar la veracidad de lo que se dice con respecto a unos hechos delictivos, se salta el paso esencial: formarse en profundidad en esos hechos delictivos, lo que motivó la evaluación en primer lugar.


Sin un conocimiento sólido sobre —entre otros— las dinámicas del abuso, la creación y sustentación de la familia pederasta, la conducta del pederasta, la conducta de las víctimas, las secuelas psicológicas, la memoria traumática, la disociación, o la expresión del trauma, cualquier intento de juzgar la credibilidad del testimonio se realiza desde un punto de vista vacío de contenido, parcial y potencialmente distorsionado. Es como intentar juzgar la conducta de un jugador en un juego cuyas reglas desconoces: no entiendes el contexto ni los factores que lo empujan a tomar decisiones, y cualquier evaluación corre el riesgo de ser incorrecta o injusta. La especialización en “credibilidad” sin la base clínica necesaria, genera un sesgo que condiciona inevitablemente las conclusiones del perito.


Formarse en credibilidad del testimonio, en psicología del testimonio o incluso en metodología de las ciencias del comportamiento no proporciona, por sí mismo, ningún conocimiento real sobre qué es el abuso sexual infantil, cómo ocurre, qué secuelas deja, cuáles son sus indicadores clínicos o cómo se comportan los niños o los adultos víctimas. Estas disciplinas pueden enseñar a analizar relatos, a estructurar entrevistas o a aplicar protocolos metodológicos, pero no explican la dinámica del abuso, ni la manipulación intrafamiliar, ni la memoria traumática, ni la disociación, ni las reacciones evolutivas y emocionales de un niño sometido a abuso. No encontramos en estas disciplinas ni siquiera algo tan básico, que todo psicólogo debería conocer, como las etapas del desarrollo normal del niño, algo elemental cuando uno intenta evaluarlos. En otras palabras: pueden ofrecer herramientas, pero no ofrecen el mapa del territorio. Quien solo se forma en estas áreas adquiere la ilusión de saber evaluar un caso de abuso infantil cuando, en realidad, desconoce los fundamentos que permitirían interpretar correctamente lo que escucha y lo que observa.


Lo cierto es que todos los psicólogos del mundo deberían estar formados en abuso sexual infantil y en trauma, y no lo están. Esta formación debería impartirse en la universidad, como parte esencial del currículo. Pero, hoy por hoy, no forma parte de la formación universitaria estándar, ni en España ni en ningún otro país del mundo, y eso deja a generaciones enteras de profesionales sin herramientas para comprender uno de los fenómenos más graves y frecuentes de la clínica. De alguna manera, esto excusa la ignorancia de tantos psicólogos sobre abuso sexual infantil, simplemente porque nadie se lo enseñó. Lo problemático surge cuando, pese a esa falta de formación, algunos creen que están capacitados para evaluar casos de abuso infantil basándose únicamente en técnicas aisladas como la credibilidad del testimonio, sin tener la base necesaria.


Y aquí es precisamente donde entra en juego la experiencia clínica, tan injustamente denostada en ciertos entornos académicos. Con frecuencia es la experiencia directa, la práctica diaria con víctimas reales y sus familias, la que suple la flagrante falta de formación universitaria en abuso sexual infantil. Paradójicamente, muchos de esos mismos académicos que desprecian la experiencia clínica, tampoco podrían impartir esa formación, porque ellos mismos desconocen por completo lo que es el ASI. Esta desdeñada práctica clínica suele ser la única vía por la que un profesional llega a comprender lo que la universidad nunca le enseñó y lo que gran parte de la academia tampoco sabe.



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El sesgo de los peritos se hace especialmente marcado cuando el denunciado es el padre y el abuso ocurre en el hogar. La mayoría de los abusos infantiles se producen dentro de la familia, pero esto tampoco lo saben la mayoría de los psicólogos. Cuando el perpetrador es alguien de fuera de la familia, los peritos suelen creer más fácilmente al menor; cuando es el padre, tienden a entrar al caso con prejuicios en contra del denunciante, generalmente la madre, y con una inclinación a interpretar los hechos en favor del acusado, lo que puede distorsionar gravemente la objetividad del informe.


Existe evidencia —aunque más cualitativa que cuantitativa— de que en los casos de abuso sexual intrafamiliar denunciados por la madre, el SAP es un recurso muy común en procedimientos judiciales. Su uso parece cumplir una función de deslegitimación del testimonio del menor y de la madre denunciante, con consecuencias muy graves: denuncias archivadas, pérdida de custodia, revictimización, impunidad del agresor, etc. Y el perito no es inmune a esta corriente.


En los casos de abuso sexual infantil, el contraste entre cómo se perciben las denuncias intrafamiliares y las extrafamiliares es llamativo. Cuando la madre denuncia al padre, con frecuencia se activa una narrativa defensiva que la presenta como emocionalmente inestable, manipuladora o movida por rencor, encajándola rápidamente en el molde del SAP. Su angustia se interpreta como un signo de desequilibrio, y el malestar del niño como producto de su influencia, desplazando por completo la posibilidad de un abuso real. Sin embargo, cuando los padres denuncian a un agresor externo —un entrenador, un monitor, un vecino— la reacción suele ser la opuesta: se les percibe como protectores, razonables y atentos, y el relato del niño se valora con mucha mayor seriedad. En estos casos nadie sospecha de manipulación ni patologiza la preocupación de la familia. Este doble rasero refleja hasta qué punto el abuso intrafamiliar sigue siendo un punto ciego en el sistema, no porque sea infrecuente, sino precisamente porque es tan común, que resulta incómodo y disruptivo asumir su realidad, por lo que se desplazan las sospechas hacia quien denuncia, en lugar de hacia quien podría estar agrediendo.


Aunque se sobreentiende entre profesionales que las periciales deben realizarse con neutralidad e imparcialidad, y muchos presumen de ser los más imparciales del barrio, la realidad es que eso es prácticamente imposible. Todos entramos a la realización de una pericial con una mochila de ideas preconcebidas, creencias y prejuicios que influyen, consciente o inconscientemente, en nuestra interpretación de los hechos. En los casos de abuso sexual infantil, muchas de estas ideas se cargan antes incluso de pisar la sala de entrevistas: provienen de la formación que reciben en áreas como psicología del testimonio y afines. Lo paradójico es que esa misma formación, en lugar de neutralizar sesgos, los refuerza: algunos peritos aprenden a dudar sistemáticamente de las madres denunciantes y a sobrevalorar signos superficiales de supuesta manipulación, convirtiendo sus prejuicios académicos en un sesgo formalizado que pesa sobre cada caso.


En la práctica, esto se traduce en situaciones muy concretas: un perito puede interpretar que un niño que se retrae tras relatar un abuso está “manipulado por la madre” o “contradictorio y poco fiable”, cuando en realidad está mostrando síntomas típicos del síndrome del abuso sexual infantil; puede cuestionar de manera desproporcionada la angustia de una madre que protege a su hijo, atribuyéndola a rencor hacia el padre; o puede dar por ciertas inconsistencias mínimas en el relato de un niño, etiquetándolas como indicios de mentira, sin comprender que los cambios de versión son comunes en víctimas de abuso. Así, lo que se sobreentiende como objetividad se convierte en un sesgo estructurado, en el que las herramientas académicas mal entendidas refuerzan ideas preconcebidas en contra de las víctimas y de las madres denunciantes, en lugar de ofrecer claridad sobre la realidad del abuso.



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Y aquí no se trata de negar la relevancia de la credibilidad del testimonio, sino de ponerla en contexto. Por supuesto que es fundamental formarse en esta área, pero no exclusivamente. Un perito que además esté bien formado en ASI, puede integrar esa información con la comprensión del trauma, la memoria disociada, los indicadores conductuales y la dinámica de la familia pederasta, ofreciendo un análisis mucho más riguroso y fiable.


Una pericia sólida en abuso sexual infantil requiere, entre otras cosas:


  • Conocer profundamente el trauma infantil, la memoria disociada y la expresión conductual de las secuelas de trauma.

  • Comprender las dinámicas en las familias pederastas donde se da el abuso. Conocer la conducta del pederasta y la de sus víctimas.

  • Conocer la vinculación entre el ASI y la violencia de género y otras violencias.

  • Comprender el apego patológico que genera el pederasta con sus víctimas, que impedirá muchas veces que el menor cuente el abuso, o incluso que lo niegue.

  • Saber que el pederasta practica su propio SAP, del que nadie habla, pero que es el que más peso tiene sobre la víctima.

  • Entender cómo le afecta a un niño víctima entrar en un proceso judicial, que le pregunten sobre cosas de las que no quiere hablar, ver a sus padres sufrir, o la perspectiva de que su padre acabe en la cárcel.

 

La justicia y la protección de los menores dependen de profesionales que comprendan tanto la teoría como la práctica clínica. La pericia en ASI exige sensibilidad, conocimiento y responsabilidad: no basta con conocer técnicas generales de credibilidad, sino que se requiere una comprensión integral del abuso infantil, de sus secuelas, de la memoria traumática y de las complejas dinámicas familiares que rodean a cada caso.


Esto y más en mi curso sobre abuso sexual infantil.


 

Susana Díaz Perito Forense

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